Hay dos preguntas fundamentales que toda persona humana debería formularse ¿Cuál es la forma correcta de vivir? y ¿Cuál es la forma correcta de morir?
La respuesta a estas preguntas, ya sea a título personal o como sociedad, vienen condicionadas por como consideremos la muerte.
Pero también por cuánto valoramos los atributos humanos como la empatía, el juego, el tacto y la unión, junto con las libertades civiles y la libertad personal.
Pero quizás estas preguntas son demasiado ambiguas. Dicho de una forma mas clara: ¿pediría a todos los niños de la nación que dejaran de jugar por una temporada, si eso redujera el riesgo de muerte de su madre, o de ellos mismos?
¿Seria preferible confinarlos antes que continuaran jugando con otras niñas o niños mientras vivieran?
O en otro ámbito ¿es razonable poner fin de los abrazos y apretones de manos humanos, porqué probablemente evite quedar infectado y proteger así la propia vida?
Si algo nos hace humanos es el calor de nuestra sensibilidad desde el tacto. El miedo a infectarse, infundido en la megacampaña global para expandir el miedo al coranavirus, eliminó temporalmente todo abrazo, beso o acto de cariño corporal.
Quizás se han evitado infecciones, pero se ha vulnerado una parte esencial de lo que nos hace humanos.
La creciente pérdida de valores humanos
La pérdida de valores humanos no es nueva. La implantación de las medidas de seguridad tras el golpe del 11S de 2001 y la implacable política de reducción de riesgos, en todos los ámbitos, social, laboral, escolar, etc. ha llegado a límites absurdos.
No hace falta enumerar la ridícula lista de productos «peligrosos» que no pueden entrarse en la cabina de un avión. Y sin embargo, lo aceptamos "por miedo" a nuestra seguridad.
Y no hablemos de la higiene excesiva olvidando que tenemos más bacterias y virus en nuestro cuerpo que células. ¿No estamos amenazando con tanta higiene la calidad de nuestro sistema inmunitario?. ¿No considera indignos los registros de bolsas en la entrada de estadios deportivos, conciertos, edificios públicos, etc.?
La mayoría ha asumido el mantra "la seguridad ante todo". Pues bien esta es una expresión de un sistema de valores que hace de la supervivencia la máxima prioridad.
Lo realmente importante es la confianza, la empatía, la bondad inherente del ser humano, aunque se nos manipule con lo contrario.
Detrás del absurdo de casi bajarse los pantalones en el aeropuerto hay una depreciación de otros valores como la diversión, la aventura, el juego y el desafío de los límites.
Muchas culturas tradicionales e indígenas siguen siendo a día de hoy mucho menos protectoras con los niños.
Así lo documenta la antropóloga Jean Liedloff (1926 - 2011), en su interesante libro El concepto del continuum. El bienestar perdido (1975) en el cual documentaba el modo de vivir de los nativos yekuana, por su particular estilo en la educación de los niños. Una forma que a día de hoy sigue siendo valiosa.
El concepto del continuum apunta que para un óptimo desarrollo físico, mental y emocional, los seres humanos, especialmente los bebés, necesitan vivir experiencias adaptativas como el contacto físico permanente.
Asumir riesgos y responsabilidades para ser innovadores en cómo afrontamos el crecimiento personal, puede parecer una locura para la mayoría de la gente moderna. Sin embargo, tomar riesgos adaptativos estimula en los jóvenes a la autosuficiencia y al buen juicio.
Nos hemos volcado en una sociedad que valora más la seguridad que el vivir la vida plenamente. La cultura que nos rodea nos empuja a que vivamos con miedo, y ha construido sus paradigmas para que el miedo rija nuestra existencia.
Lo mismo sucede con el sistema médico cuyas decisiones se basan alargar la esperanza de vida a costa de un enorme gasto farmacéutico.
A menudo no se persigue ni la calidad de vida sino simplemente mantener al paciente consumiendo fármacos con cargo al erario público. Sin embargo, la medicalización de la sociedad de consumo capitalista se considera un éxito porqué vence temporalmente a la muerte.
Y sin embargo, el morir es esencial tras nacer. La muerte no es más que un artefacto racional para fomentar el miedo y, por tanto, dominar al ser humano. Por eso, las culturas indígenas ritualizan el morir como parte del ciclo natural de la vida.
Nuestra sociedad persigue a toda costa alejarnos de la muerte, pero a la vez nos amenaza con ella para domesticarnos.
Morir bien (que no es necesariamente lo mismo que morir sin dolor) no forma parte del vocabulario médico actual. No se contabilizan los pacientes que mueren bien sino los días que sobreviven gracias a la medicación.
Se persigue que se impulse una cultura del buen morir y lo hemos visto claramente en el caso de las víctimas por el Covid-19 que han muerto aisladas y sin poderse despedirse de sus seres queridos.
Como reflexiona la Dra. Lissa Rankin: "Pocos de nosotros querríamos estar en una UCI, aislados de nuestros seres queridos con una máquina la respiración asistida y con el riesgo de morir solos, incluso si eso significa que podrían aumentar sus posibilidades de supervivencia.
La mayoría escogería poder estar en los brazos de sus seres queridos en casa y saber que ha llegado nuestro momento...
Además, durante el confinamiento todos los funerales han quedado limitados a una asistencia mínima, impidiendo expresar la emotividad ante la pérdida de un ser querido.
Sin duda ha sido una prohibición sin sentido alguno, pues en un supermercado, aunque guardasen las distancias había más personas que las que caben debidamente separadas en una oratorio funerario..
Si la muerte no tiene fin porqué no esperar la en paz y con conciencia. Al fin y al cabo la muerte es volver a casa. Pero nuestra cultura no apuesta por esta visión.
Hacer la Guerra contra la Muerte significa implicarse en la búsqueda del vivir con dignidad y plenamente.
El Covid-19 ha elevado la muerte a un lugar prominente en la conciencia de una sociedad que la niega. Al otro lado del miedo, podemos ver el amor que la muerte libera.
El miedo a la muerte es en realidad el miedo a la vida. ¿A cuánto de la vida renunciaremos para mantenernos a salvo?. El Covid-19 lo ha puesto en evidencia.
La mayoría prefiere estar encerrado en casa sin infectarse que pasear por la montaña y saborear la naturaleza.
El engaño del Covid-19 queda al descubierto cuando un virus que se supone se transmite de humano a humano, las autoridades no permiten pasear en solitario por la naturaleza prístina.
¿Cuánta vida queremos sacrificar en el altar de la seguridad? Si nos mantiene más seguros, ¿queremos vivir en un mundo donde los seres humanos nunca se puedan reunir?
¿Queremos usar máscaras en público todo el tiempo? ¿Queremos ser examinados médicamente cada vez que viajemos, si eso salvará un determinado número de vidas al año?
¿Estamos dispuestos a aceptar la medicalización de la vida en general, entregando la soberanía final sobre nuestros cuerpos a las autoridades médicas (seleccionadas por los políticos)?
¿Queremos que cada evento sea un evento virtual? ¿Cuánto estamos dispuestos a vivir con miedo?
Sin riesgos y vida eterna
Para reducir el riesgo de otra pandemia, ¿elegiremos vivir en una sociedad sin abrazos, apretones de manos y chocar los cinco, para siempre?
¿Escogeremos vivir en una sociedad en la que ya no nos reunamos en celebración? ¿Serán el concierto, la competición deportiva y el festival de teatro cosa del pasado?
¿Los niños ya no jugarán con otros niños? ¿Todo contacto humano será mediado por computadoras y máscaras?
¿No más clases de baile, no más clases de yoga, no más conferencias, no más ceremonias religiosas en la iglesia?
¿La disminución del número de muertos será el estándar para medir el progreso? ¿El avance humano significa que la vida niegue la muerte?
Después de miles, millones de años, de tacto, contacto y unión, ¿la cima del progreso humano será que cesemos tales actividades porque son demasiado arriesgadas?
Artículo inspirado y adaptado a partir de un original del ensayista norteamericano Charles Eisenstein.