Entrar en un centro forense para asistir a una autopsia está vetado. Sin embargo, el fotográfo norteamericano Jeffrey Silverthorne (1946-) en los años setenta entró en una morgue.
Pero en Europa y también en España era costumbre de fotografiar a fallecidos entre finales del siglo XIX y principios del XX. Era un documento que captaba el ritual funerario y a la vez era un recuerdo del difunto.
La fotografía post mortem destaca por la delicadeza de plasmar la esencia de la muerte e inmortaliza sus cadáveres con espíritu. En el domicilio mortuorio o en la morgue, con o sin autopsia, la serenidad de todo cadáver es indiscutible.
Vivimos en una sociedad que huye de la muerte. Cuando un ser humano es consciente y asume la muerte como parte de la Vida se convierte en un ser libre.
La fotografía de fallecidos, antaño nada rara es quizás una asignatura pendiente. Lo atestiguan las fotografías post mortem, a modo de imágenes muy cuidadas, al estilo de las de boda o comunión, que servían para conservar su memoria más allá de su muerte.
Esta realidad fotográfica en Europa y Estados Unidos está documentada en la tesis doctoral (2010) titulada Retratos fotográficos post mortem en Galicia. Siglos XIX y XX de la doctora en Arte e Historia por la Universidad Complutense de Madrid, Virginia de la Cruz Lichet.
A día de hoy a la muerte se la detesta, se lucha contra ella. A diario en los hospitales retrasan la muerte con artes cuestionables, de ahí que para defenderse del ensañamiento terapéutico es necesario el testamento de las voluntades anticipadas.
Para la sociedad consumista actual, cada humano es un cliente de una gran empresa global desde que nace hasta que muere.
Sólo dando valor a la Muerte desde su aceptación puede que empodere a las familias de los fallecidos a no dejarse arrastrar por el negocio funerario.
Lo que aparece en una fotografía, cuando la miramos ya no existe, es la imagen de lo que ha sido. La fotografía capta un momento que desapareció tras su impresión, es como una sonrisa también efímera como lo es el esplendor que quisimos capturar estimulando un sensor con su luz.
Todas las fotografías de personas se clasifican en una de dos categorías: imágenes de personas muertas o imágenes de personas que estarán muertas. Las mejores fotografías están abducidas por esta inevitabilidad.
Para ser conscientes de la muerte hay que mirarla sin tapujos y directamente a los ojos. Los profesionales del sector funerario reconocen que es precisamente este contacto diario aquello que les da una visión más firme de la vida.
Así lo reconocía un trabajador de cementerio, José Echevarría: "Cuando convives con la muerte no tienes apego a la vida ni al dinero”.
Sin miedo a la muerte
De ahí que para promover una cultura sin miedo a la muerte exige educar para que esta no sea invisible.
Las estudiantes del sistema educativo actual no visitan un taller funerario o un depósito de cadáveres, ni mucho menos asisten a la autopsia de un finado. Se visita un aeropuerto o una fábrica de galletas y como mucho un cementerio para estudiar el arte fúnebre.
De hecho, nuestra sociedad consumista se esfuerza por prometer la inmortalidad y nos entretiene para que olvidemos el presente como único conector con la VIDA, en mayúsculas.
Se nos entretiene con la nostalgia de un pasado desconectado y con las maravillas que vendrán en un futuro inalcanzable y que siempre desafía las leyes de la naturaleza.
La vida es sublime
Cuando desafiamos a la muerte impedimos que lo único que es eterno, la consciencia del tiempo y la evolución o transmutación de la materia, puedan crear más Vida.
La Vida es sublime en sí misma, aunque sea efímera para nosotros, es perpetua en esencia más allá de nuestro tiempo. Alimentamos una sociedad que da rienda suelta a una cultura de la vida que desprecia la muerte.
No nos preparamos para ese momento. De ahí que sea importante difundir recursos para ser conscientes de la muerta. Las fotografías de fallecidos como las del siglo XIX y principios del XX como las de autopsias son necesarias.
La muerte no es más que un instante en la vida que no recordaremos, pero que recordarán. A menudo a los niños se les explica la muerte más como un ejercicio de imaginación, que no de lo que realmente es el cuerpo sin vida: el cadáver.
Debemos remontarnos a los años setenta cuando la sociedad occidental hervía de nuevas ideas con los movimientos anti racistas, los feministas, los ecologistas, los de new age difundiendo las filosofías orientales, cuando aparece el anhelo por encontrar una alternativa.
Una alternativa basada en la hermandad entre la humanidad y su entorno natural, dado que es la única fórmula para acabar con la segregación entre lo humano y lo no humano impuesta por el mundo consumista-capitalista.
En aquellos años, a rebufo de la revolución del mayo del 68, Jeffrey Silverthorne, que tenía en 1972 veinticinco años, cuatro años de matrimonio, esperaba su segundo hijo y era testigo de la guerra de Vietnam que extendía la muerte entre los jóvenes de Estados Unidos.
A partir de esta realidad personal se plantea un proyecto fotográfico con la muerte como protagonista.
Cuerpos muertos con vida
Silverthorne se propone explorar con su cámara un depósito de cadáveres gubernamental (morgue) y convertir el arte fotográfico en una especie de redención a sus angustias vitales.
Para ello plantea su proyecto artístico al Fiscal General del Estado y contra todo pronóstico este le da el permiso para llevarlo a cabo. No lo esperaba, pero Silverthorne acepto con gusto.
En el depósito de cadáveres estatal se llevaban los cuerpos de personas muertas en circunstancias desconocidas o violentas para dilucidar las causas de su fallecimiento. Un lugar donde el cuerpo difunto se disecciona y se observa con precisión.
Pronto, el proyecto se convirtió en algo más que un documental, se convirtió en un retrato de sueños y fracasos, en un depósito de realidades, todas ellas captadas por Silverthorne con total respeto y a la vez absoluto descaro.
Jeffrey Silverthorne (1946) fotógrafo norteamericano tuvo la autorización para entrar en un depósito de cadáveres forense para documentar artísticamente los cadáveres que llegaban allí. Su trabajo realizado entre 1972 y 1991 se publicó en un magnífico libro en 2017 titulado La Morgue.
Las imágenes de este fotógrafo norteamericano son un testimonio que nos acercan a una visión de la muerte poco habitual, pero parte de su realidad.
Sus imágenes son una visión que inspira, que cuestiona nuestro destello vital, que nos acerca a la muerte como renacimiento y parte de los ciclos naturales.
Jeffrey Silverthorne resumió su compromiso con el proyecto de una forma contundente:
“Basta un instante para morir como quien cruza una simple frontera. La muerte se desenreda y se detiene con el tiempo que la espera.
Para los vivos, las consideraciones personales del difunto les son ajenas o de sentimientos variables, mientras que las regulaciones públicas restringen y diseccionan su estado sin vida. Mis padres murieron cuando yo era joven y muchas veces fui a al depósito pensando que estarían allí. Los encontré, muchos años después, en mi corazón”.
Un trabajo meritorio
El mérito artístico de Silverthorne es su personal acercamiento a la muerte a través de cadáveres a los que imprimió su espíritu. Sus fotos logran transmitirnos un sensación viva contenida en cuerpos muertos, pero llenos de serenidad, como si estuvieran dormidos.
Quién observa estas imágenes puede pasar de la vergüenza y la repulsión a la fascinación. La calidad y el arte en cada imagen llevan una firma noble, marcada por la delicadeza de las luces y sombras de una materia cárnica a veces degenerada y destruida.
En otras fotos, sus cuerpos sin vida simplemente están iluminados por la sombra plácida de un espíritu que ya no está.
El poeta Walt Whitman lo expresó de una forma magistral cuando escribió los siguientes versos:
Dime: ¿Qué piensas tú que ha sido de los viejos y de los jóvenes, de las madres y de los niños que se fueron? En alguna parte están vivos esperándonos.
La hoja más pequeña de hierba nos enseña que la muerte no existe; que si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida; que no está esperando ahora, al final del camino, para detener nuestra marcha; que cesó en el instante de aparecer la vida.
Todo va hacia delante y hacia arriba. Nada perece. Y el morir es una cosa distinta de lo que algunos suponen. ¡Y mucho más agradable!