La visión de la muerte, a través de la fábula el mensaje de la serpiente, nos ilustra que para enseñar a morir de una determinada manera implica, a ayudar a comprender que el verdadero mensaje de la muerte es saborear la vida en cada instante.
La obsesión por evitar la muerte al precio que sea subyace de forma arraigada en nuestra sociedad y, a veces, esta nos impide tratar tal como es necesario el proceso de acercarnos a la misma.
La muerte nos iguala a todos, pero el morir no. El morir nos diferencia y en mucho. Algunos se retuercen en el sufrimiento, otros les llega en la absoluta soledad y otros lo hacen de forma serena e incluso relajadamente. También puede sorprendernos sin aviso y quedar fulminados o sufrir un accidente mortal..
No se trata tanto de enseñar a morir de una determinada manera, sino para comprender que cada persona debe llegar a su reinicio vital con su mejor forma de morir, al igual que hacemos con el vivir.
Esto es lo que podríamos definir como dignificar la muerte. Y es que cerca de la muerte, la rapidez y la amplitud de los cambios emocionales de una persona son determinantes.
Una fábula, El mensaje de la serpiente, de la escritora francesa Claire Gratias, especializada en libros infantiles, nos adentra a esta reflexión sobre la importancia de disfrutar del presente, aquí y ahora.
Tiempos lejanos eran aquellos en los cuales había un hombre que vivía en el corazón del bosque. Fue durante una noche de tormenta cuando un rayo cayó en el más antiguo y alto de todos los árboles. Su leño crujió, gimió y finalmente se partió en dos y se derrumbó en un ruido asombroso de ramas y hojas.
Al alba, consternados, los animales y el hombre hicieron un círculo alrededor de él. Un humo acre emergía del tronco calcinado. Era un espectáculo sombrío, pero al fin y al cabo natural. Así que uno tras otro, los animales se fueron marchando en silencio. Solo el hombre se quedó, incapaz de despegar su mirada de dicho espectáculo.
Es entonces cuando la serpiente le susurró al oído:
– ¿Tienes previsto quedarte aquí todo el día?
– Es horrible, contestó el hombre. Ya no respira.
– Por supuesto, dijo la serpiente riendo a carcajadas. Se ha muerto.
–¿Muerto?, repitió el hombre, perplejo.
La serpiente silbó con desprecio.
–¡Como nos pasará a todos algún día!
La serpiente se alejó, pero el hombre la alcanzó de nuevo.
–¡Espera!, la interrumpió; ¿Has dicho a todos nosotros?
–Eso mismo, replicó simplemente.
El hombre cruzó orgullosamente los brazos en su pecho.
–Te equivocas, a mi no me alcanzará.
La serpiente silbó con desprecio.
–A ti como a todos los demás. Es así.
El hombre se tapó los oídos con las manos.
–¡Cállate. Estás mintiendo!
Pero a partir de aquel día, el hombre no pudo pensar en nada más. Durante la noche, no conseguía el sueño. Durante el día, caminaba sin rumbo, desorientado, temblando de pies a cabeza y saltando al más mínimo ruido.
La serpiente volvió.
– ¿Que te pasa? dijo riéndose con sarcasmo. Pareces aterrorizado.
El hombre alzó los hombros y bombeó el pecho.
– Que te imaginas, que me das miedo?
– Oh no, no yo. Pero estás aterrorizado, de eso no cabe la menor duda.
– ¡Vete!
El hombre tiró una piedra pesada que casi lo alcanzó.
– Ya está! Me voy! Tssss…. silbó el reptil antes de desaparecer.
El hombre tomó una decisión. Contó diez pasos desde la entrada de su cabaña y plantó una estaca, y otra, y así hasta completar todo un cercado a su alrededor.
– Ahora, aquí, es mi casa.
Pero, en cuanto se sintió en su casa, solo en la penumbra, volvieron a su mente las palabras de la serpiente. Sin poderse contener, salió, caminó mucho rato por el bosque y colectó muchas frutas, raíces y nueces.
Al día siguiente, reemprendió de nuevo su deambular por el bosque. Almacenó mucha comida en su cabaña. Tenía mucho más de lo que necesitaba para vivir. Pero, día tras día, seguía almacenando. Pronto, la cabaña se quedó pequeña, algunas de las frutas empezaron a estropearse.
Furioso, el hombre tuvo que tirar una buena parte sus provisiones.
–Necesito algo que no se pudra, pensó.
Se fue a la montaña y buscaba que llevarse que le pareciera perpetuo. Encontró en los confines de su territorio un lugar donde unas piedrecitas brillaban como el color del sol. Los arrancó de la roca, una tras otra aún hiriéndose las manos para coger el máximo número de ellas. En la tarea se rompió las uñas hasta sangrar.
Cuando se encontró de nuevo en su cabaña, le volvieron las palabras de la serpiente. Un largo escalofrío le sacudió de pies a cabeza. Entonces, salió a oscuras y mató al primer lobo que se cruzó para robarle la piel.
Sin embargo, de vuelta a casa, a pesar de estar envuelto en la piel del animal, seguía tiritando. La noche siguiente, mató a tres lobos más para cubrir el suelo de su cabaña, Como seguía teniendo frío, decidió forrar las paredes de piel. Se abalanzaba sobre todos los animales peludos que se cruzaban en su camino matándolos y descuartizándolos.
La serpiente volvió.
– ¿Piensas aniquilar así toda la población del bosque?
– Hago lo que quiero. No es asunto tuyo.
La serpiente suspiró.
– Puedes acumular todas las pieles y todo el oro del mundo, eso no te impedirá tener miedo a morir.
–¿Pero qué más puedo hacer? se lamentó el hombre.
Admito que cuando como hasta estallar, cuando contemplo mi oro o acaricio mis pieles, cuando fumo las hierbas que emborrachan, me siento mejor.
– ¿De forma duradera? Le interpeló la serpiente
El hombre sacudió tristemente la cabeza.
–Acepta el destino y acoge lo sagrado, dijo la serpiente. Los auténticos tesoros no están donde tú crees.
– ¿Solo sabes decir cosas estúpidas? se enojó el hombre.
– Es posible, contestó la serpiente. Adiós amigo.
Desapareció tras un sonido de hierbas secas y no volvió.
Una noche, para retrasar su vuelta a la cabaña, el hombre se sentó en una roca y contempló el recorte oscuro de los árboles sobre el resplandor del cielo de un coloreado atardecer. De repente, su corazón se llenó de alegría y saltaron lágrimas desde sus párpados.
– ¿Qué me está pasando? se preguntó.
Tras aquella experiencia, los días siguientes, en su deambular por el bosque se tomaba el tiempo de admirar una flor, de respirar su perfume, de saborear el frescor del agua y de escuchar el canto del río. A cada paso las cosas más pequeñas que antes le pasaban desapercibidas le maravillaban. Cada vez más, su pecho se aligeraba. Se sentía vivo, en paz.
– Es eso, el mensaje de la serpiente- pensaba entonces.
Sin embargo cuando caía la oscuridad de noche, de nuevo la angustia le retorcía el vientre y corría a buscar lo que fuera para llenar su cabaña.
Durante largos años, así fue dudando, lo cual era muy desagradable.
A día de hoy, aunque haya pasado mucho tiempo desde esta historia, se cuenta que aún está dudando…