El Día de los Muertos (1 y 2 de noviembre) en México es una fiesta notable en todo el país. En una veintena de pueblos indígenas alrededor de la región lacustre de Pátzcuaro (en el Estado mexicano de Michoacán), corazón de la cultura indígena P'urhépecha o purépecha, se reúnen miles de familias para celebrar este culto pagano-religioso único en el mundo.
En los cementerios de estos pueblos (panteones como los llaman en la región), todas las tumbas se llenan de flores, velas y ofrendas en honor a los difuntos que yacen enterrados.
Es una noche mágica, espiritual, singular ancestral y mística donde el color floral, la luz de las velas alrededor de las tumbas, y el acompañamiento y convivencia por parte de familiares y allegados se prolonga hasta el amanecer.
La etnología de la muerte a lo largo del planeta es variada y sorprendente. Pero la luz que irradia la muerte en esta región mexicana, de marcado carácter indígena, merece este apunte.
La fiesta del Día de Muertos en México está inscrita desde 2008 en la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO. Y Pixar la universalizó con su película de animación Cocco (2017), aunque no es la única sobre el tema.
Alrededor del lago de Pátzcuaro en la región mexicana de Michoacán se concentra una de las poblaciones indígenas P'urhépechas en las que perviven la lengua y las tradiciones de la época prehispánica.
Entre otras, las poblaciones de Arocutín, Ihuatzio, Janitzio, o Tzintzuntzan (son más de una veintena en la zona), destacan por celebrar en el Día de los Muertos el Ceremonial de Ánimas (Anime- cha Kejtzitakua, en purhépecha).
Es una fiesta, y en cada lugar tiene sus particularidades y también sus derivadas por el impacto turístico, como sucede en Tzintzuntzan. Pero también es un ritual sagrado, una ceremonia que toca a cada espacio y persona y arraigada en tradiciones ancestrales.
La tradición es que se colectan las flores anarajandas del tzempazúchil, se preparan recuerdos, alimentos y todo aquello que formará parte de un homenaje a los seres queridos difuntos.
Las flores son el elemento que caracteriza el Día de los Muertos en la región p'urhepécha. Las tumbas donde reposan los restos mortales de los seres queridos son el altar para reverenciar a los difuntos.
Por eso, los altares o tumbas de los cementerios se adornan profusamente con ornamentos florales. Estas decoraciones dan también un sentido poético a un ceremonial místico.
En los sepulcros se colocan arcos de varas entrelazadas, arreglados con flores de la orquídea tzitziqui itzimakua o flor de las ánimas (Laelia autumnalis), en honor de sus dioses.
Las flores amarillas de tiringuini tzintziqui o tzempazúchil (Tagetes erecta), son el símbolo que muestra esta profunda reverencia hacia los difuntos queridos.
De estos altares florales prenden frutas variadas como plátanos, naranjas, limas, jícamas y panes en forma de animales o de rosca cubiertos con gránulos de azúcar de color rosa, así como figurillas de azúcar en formas de calaveras y otras formas diversas.
Las tumbas también pueden estar cubiertas con manteles bordados y sobre ellos se colocan cazuelas, jarros y canastas con la comida que fuera del gusto del difunto.
Las velas alrededor de la fosa marcarán el camino que deben seguir las almas hacia donde depositaron su cuerpo al morir.
Se puede especular si el Día de los Muertos es fruto de una herencia prehispánica, del sincretismo entre las creencias indígenas y católicas o una invención moderna.
Específicamente los tarascos –actualmente conocidos como P'urhépechas, habitantes de Michoacán– creían que el universo estaba estructurado en tres niveles (1).
Ya desde la época prehispánica se dejaban ofrendas para los muertos consistentes en agua y alimentos, pues se creía que por las noches pasaban siguiendo al sol en su camino por el inframundo hasta renacer al día siguiente.
A día de hoy algunos símbolos con los que se decoran las tumbas tienen origen católico: el arco floral como alegoría de la entrada al cielo, las velas, como representan la fe y la esperanza de que volveremos a ver a nuestros seres queridos (una por cada fallecido).
La comida simboliza el recuerdo al muerto a través de sus gustos y las flores de tzempazúchil representan la luz del sol y sirve para guiar al alma.
Una leyenda p'urépecha narra que al morir las almas vuelan como mariposas monarcas sobre un lago encantado hasta la isla de Janitzio y solo se necesita abrir el corazón para que al atravesar en lancha el lago se puedan ver las almas dibujarse entre las aguas del lago de Pátzcuaro.
Un precioso libro fotográfico titulado Animecha Kejtzitakua. Ceremonial de Ánimas Purhépecha en la Región Lacustre de Pátzcuaro, Michoacán, México (2018) obra de Ivan Holguín, ilustra con honestidad y profundo respeto esta tradición.
La Noche o Ceremonial de Ánimas (Anime- cha Kejtzitakua en P'urhépecha) es un rito de dos días y una noche. El primer día es la velación de angelitos (Kejtzitakua zapicheri) que empieza temprano la mañana del 1 de noviembre, y los niños van al cementerio a homenajear a la familia y a otros niños que murieron.
La población infantil acude a los cementerios y colocan en las tumbas flores, dulces y los juguetes cómo símbolo de los placeres que los infantes no pudieron disfrutar. Esta ceremonia es un ritual de amor en el que los niños caminan junto a sus padres rumbo al camposanto para honrar la memoria de sus hermanitos.
Otro interesante libro sobre la participación de las niñas y los niños en el ceremonial es, Ireri. Este recoge en textos e imágenes la pauta seguida en esta tradición milenaria por parte de una familia de Janitzio que, con sencillez y orgullo, conmemora la partida de sus seres queridos al otro mundo.
Por la noche, los adultos van al cementerio y se inicia la velación al lado de las tumbas de sus seres queridos acompañados de las luces de velas y de flores amarillas de tzempazúchil y de todo tipo de ofrendas (frutas, artesanías de dulce y otros alimentos predilectos del difunto al que se honra).
Al amanecer ya del día 2 de noviembre, se intercambian alimentos y bebidas entre las diversas familias presentes en las velaciones. El alcohol circula también como bebida para agradecer todo lo recibido de los seres queridos difuntos.
De entre todos los pueblos de la región lacustre de Pátzcuaro, el pueblo de Arocutín es uno de los más fieles a la tradición de la vela luminosa en el cementerio o panteón.
De hecho, curiosamente el de Arocutín es el único poblado de la región en donde el cementerio, que se ubica en el jardín frente a la iglesia, las tumbas se cavan directamente en el suelo.
Este sencillo cementerio las tumbas simplemente están rodeadas por un sencillo aro de piedras, en lugar de las bóvedas de ladrillo y cemento que se utilizan en otras partes.
Arocutín es una de las pocas comunidades en donde repican las campanas de la iglesia para guiar a las almas a regresar a la tierra de los vivos. Cada comunidad tiene un sonido distintivo.
La vela se prolonga toda la noche y las personas veladoras permanecen despiertas toda la noche compartiendo ofrendas de comida y regalos en honor de sus muertos, en definitiva, aquello que les gustó en vida.
El olor y color de la flor de tzempazúchil adorna profusamente las tumbas de sus seres queridos, preludio de la ofrenda nocturna de los alimentos, la bebida y la música que gustó al difunto. Y es que la vela es una fiesta de la muerte a través de la vida.
Las tumbas y los altares, además de la flores de tzempazúchil, también se adornan, como en épocas antiguas, con la flor de hierbanís o pericón (Tagetes lucida), la variedad silvestre más pequeña y de color amarillo brillante. Esta planta se integra en estos rituales también debido a sus propiedades psicoactivas y medicinales.