No es lo mismo estar muerto que ser ya un cadáver. El diagnóstico de muerte no es fácil y hay errores. El muerto puede resucitar, el cadáver no.
Diagnosticar la muerte de una persona es uno de los actos médicos de mayor trascendencia, ya que a todos los efectos deja a la persona fuera del sistema socioeconómico.
La verificación del estado de cadáver corresponde a los especialistas en la medicina forense. Algunos de ellos han advertido que la certificación de defunción, además de atestiguar sobre la falta de fenómenos vitales tales como las funciones cardiorespiratorias o neurológicas, debería esperar para certificar la aparición de los procesos cadavéricos o lo que se denomina diagnóstico de muerte. (1).
A pesar de que a día de hoy es mínima la posibilidad de error médico al certificar la muerte, todavía se dan casos de personas declaradas muertas que han “despertado”, debido a lo que se conoce como muerte aparente o catalepsia.
Algunos forenses advierten del vacío legal en la determinación de la muerte. Así mismo manifiestan que el certificado de defunción debiera estar regulado.
La muerte deja de ser cierta para ser absoluta cuando el difunto ha alcanzado la condición de cadáver, es decir, la irreversibilidad de volver a la vida (2).
Tras el fallecimiento de una persona, es decir, de la detención de las funciones fisiológicas y neurológicas básicas, el cuerpo empieza alterarse. Estos cambios son los que se conocen como fenómenos o procesos cadavéricos.
En muchas funerarias, la preparación del cuerpo del difunto, aún que no sean especialistas, se los ha formado para observar estos fenómenos. La identificación de estos garantiza que se está acondicionando un difunto cadáver.
El estudio y clasificación de los procesos cadavéricos ha evolucionado con el tiempo. A lo largo de la evolución de la ciencia forense han habido diferentes clasificaciones.
Entre las destacables se cuentan: la del médico francés, Eugene Bouchut (1818-1891) de 1883, la del forense italiano Aldo Franchini 1910-1987) de 1985 y la del especialista en medicina legal costarricense Eduardo Vargas Alvarado (1931-) publicada en 2012 (la que describe la ilustración adjunta) que se considera más completa. Esta última distingue entre procesos cadavéricos tempranos y tardíos o de putrefacción inicial.
Estos procesos cadavéricos se consideran signos positivos de muerte. Tras el fallecimiento de un individuo, el cuerpo comienza con la etapa de putrefacción o procesos tardíos entre las 24 y las 36 horas.
Los fenómenos cadavéricos son de importancia en los exámenes criminalísticos ya que permiten determinar el momento real de la muerte. El primer indicio suele ser la mancha verde abdominal (por acción del ácido sulfhídrico por putrefacción de los tejidos.
Por eso, se regula que un cadáver no debe ser inhumado antes de las 24 horas, para evitar una muerte aparente, ni más allá de las 72 horas, sin practicar el embalsamamiento (tal como establece el Reglamento de Sanidad Mortuoria de 1974).
La muerte es el resultado de un proceso. A continuación se describen desde una visión divulgativa y sintética los procesos cadavéricos tempranos más destacables.
Son fenómenos que cualquier persona, frente a un ser querido en vela, puede observar. A su vez también son una prueba inequívoca de que no estamos frente a una muerte aparente.
Acidficación del organismo. Tras fallecer se produce una bajada del pH o acidificación. En el lagrimal ep pH desciende por debajo de 7 antes de los treinta minutos tras la muerte. De ahí que se utilice la llamada técnica de Lecha-Marzo que consiste en colocar papel tornasol bajo los párpados. En las personas vivas, el papel tornasol toma el tono azulado, mientras que en el cadáver vira a rojo.
Enfriamiento cadavérico o algor mortis. Cuando una persona fallece la temperatura de su cuerpo comienza a descender de los 35 o 36º C vitales. En general el enfriamiento es de 0,8 a 1,1 ºC por hora las primeras doce horas y de 0,3 a 0,5 ºC hasta igualarse con el ambiente a las 24 horas. De todos modos hay diversos métodos avanzados sobre la disminución de la temperatura corporal cadavérica.
El llamado intervalo post mortem (PMI) en cuanto a la temperatura del cadáver deriva de un modelo empírico, conocido como nomograma de Henssge. Este describe el enfriamiento corporal póstumo en condiciones estándar. La técnica de la termometría de la piel junto con un modelo termodinámico integral (como se muestra en la ilustración) da una mayor fiabilidad a la predicción del momento de la muerte.
Rigidez o rigor mortis. La rigidez post mortem es debida a la acumulación de ácido láctico que impide la natural flacidez muscular. Los primeros músculos visiblemente afectados por el rigor mortis son los músculos de los párpados, la cara y la mandíbula. La rigidez desparece a partir de las 20 o 24 horas del deceso y vuelve la flacidez muscular debido ya a los procesos de descomposición.
Livideces o livor mortis. Son manchas de color variable (rosada, achocolatadas, violetas) debidas a la acumulación de sangre por acción de la
gravedad en órganos internos. Las primeras manchas si el difunto está de espalda en el suelo aparecen detrás del cuello a los 20 y 45 minutos después de la muerte; en el resto del cuerpo aparecen de tres a cinco horas después de la muerte, ocupan todo el plano inferior del cadáver a las 10 ó 12 horas del fallecimiento.
Hoy en día es el médico el que diagnóstica la muerte, aunque no siempre ha sido así. Determinar la muerte es un acto trascendente en una sociedad organizada.
El hecho de designar a un individuo como cadáver conlleva actuaciones que son irreversibles como es el tratamiento post mortem, ya sea enterrando o incinerando y, por supuesto, el ritual de despedida.
La muerte no es un "momento" sino un proceso biológico progresivo. Los expertos señalan la existencia de una incertidumbre temporal en cuanto al donde y cuando, de incertidumbre existencial sobre que es la muerte propia, se observa la incertidumbre esencial sobre que es la muerte en sí.
La posibilidad de error en el diagnóstico de muerte ha llevado a numerosos estudios y protocolos sobre la muerte clínica, y en concreto sobre la llamada muerte cerebral.
Sin embargo, legalmente, como hemos apuntado, hay dudas sobre si es suficiente con el certificado de defunción de falta de procesos vitales esenciales tal y como se aplica en la actualidad.
Los profesionales forenses indican que existen estadios como la vida atenuada o la vida suspendida que pueden confundirse con el estadio de la muerte absoluta.
El testimonio del certificado médico de defunción no sólo compete a hechos físicos, sino también a un acontecer humano irreversible (la desaparición de la conciencia del plano terrenal). El difunto sin conciencia es el inicio probable para convertirse en cadáver.
El médico atestigua la muerte, pero también la verifica, no simplemente la comprueba. Se trata de un acto de enorme responsabilidad social. Y sin embargo, esta responsabilidad, legalmente no queda suficientemente bien recogida en el ordenamiento jurídico español.
La lectura atenta de la advertencia sobre el tema de algunos forenses es pertinente. Sólo en la medida que el tabú de la muerte se vaya desvaneciendo, asumiremos que la muerte absoluta es cuando el difunto ha alcanzado la condición de cadáver.
A día de hoy, tanto el concepto de muerte clínica como de muerte encefálica ha recibido numerosa atención científica, pero que no se ha trasladado al ordenamiento jurídico (salvo en el tema de la extracción de órganos para uso médico).
La dificultad de definir el proceso de muerte ha conllevado diferentes aproximaciones. El de la muerte cerebral es una de ellas, pero también la función del cese irreversible del sistema cardiopulmonar (ausencia de latido cardíaco y respiración).
Son dos modos de llegar al diagnóstico de la muerte clínica, pero ambos no están exentos de incertidumbre clínica.
En determinadas situaciones producidas por la medicina tecnológica y los medios artificiales de soporte cardiopulmonar, la determinación de la muerte clinica exige un instrumental sólo disponible en hospitales.
De ahí la importancia de considerar la muerte como un proceso biológico, con su propia temporalidad, que le permite desarrollar los llamados procesos cadavéricos.
Estos fenómenos cadavéricos son observables sin necesidad de instrumentos complejos, y bien podrían formar parte del testimonio de muerte que conlleva el certificado médico.
En definitiva, desde un punto de vista clínico, hay una incertidumbre inherente al acto de certificar la muerte. Pero esta no quita que, como tradicionalmente se había hecho, la muerte absoluta no quede acreditada de forma definitiva y responsable hasta que aparecen los procesos cadavéricos irreversibles.
Así que la vela en casa o en el tanatorio, sin enferetrar ni refrigerar el ataúd encerrado en una cámara frigorífica, debería no sólo servir a la atención del tránsito del ser querido, sino también a reconocer que no hay un momento final en el morir sino un proceso con un final.
Sin duda, valorar la muerte como el proceso de morir sería un avance notable no sólo para la determinación médica, sino también para una mayor fiabilidad social sobre el diagnostico de muerte.