A veces no es nada fácil expresar los sentimientos frente al deceso de una persona querida. Algunos poetas y artistas lo intentaron. Algunos, con las imágenes, como el pintor Ferdinand Hodler (1853-1918) y otros, con las palabras (1) (2).
Marguerite Yourcenar (1903-1987) se adentra en el dolor de la pérdida en su poema Sept poèmes pour une morte (Siete poemas para una muerta) escrito en 1929 y dedicado a la memoria de la escritora belga Jeanne de Vietinghoff (1875-1926).
Jeanne de Vietinghoff fue íntima amiga de la madre de Yourcenar, Fernande Cartier de Marchienne, y ella misma también mantuvo una relación especial con la mencionada escritora (3).
El poema Siete poemas para una muerta fue publicado en 1984 en una obra titulada Les Charités d’Alcippe que recopila poemas escritos entre 1919 y 1965.
En Siete poemas para una muerta, la autora se conmueve y transmite la angustia frente al vacío inconmensurable de observar como la existencia terrenal se disuelve en la nada.
Lo hace descompuesta frente a un cuerpo sin vida, que no tiene mirada ni gestos, que está ausente y mudo y que sin embargo honra la Vida que mereció.
Sus palabras son un canto a favor de la eternidad, de que somos parte de la esencia divina de la que provenimos, pero también es un canto nostálgico por la pérdida.
Aferrada al doloroso aleteo de ese efímero milagro que es el morir, una todavía joven Marguerite Yourcenar, coloca ramitas de resignación frente al dolor de la pérdida. Sus versos apelan al amor para hacer posible lo imposible y aceptar lo inaceptable.
A partir de la versión original del poema adjuntamos nuestra traducción, ajustada a su mensaje (sin las florituras de otras traducciones libres que circulan por internet).
Dado que estos breves sonetos son parte del sentir de cualquier ser humano, creemos que sus versos, inspirados e inspiradores, pueden ser útiles para una ceremonia de despedida laica.
I. AQUELLOS QUE NOS ESPERABAN
Aquellos que nos esperaban, se cansaron de esperar,
Murieron sin saber que estábamos llegando,
Han cerrado sus brazos que ya no pueden abrir,
Legándonos un remordimiento en vez de un recuerdo.
Las plegarias, las flores, el gesto más tierno,
Fueron regalos tardíos que nada los puede bendecir.
Los vivos y los muertos no se comprenden.
La muerte, cuando llega la muerte, nos junta sin unirnos.
Nunca conoceremos la dulzura de sus tumbas,
Nuestros llantos, soltados demasiado tarde, languidecen, retumban,
Penetran sin eco en la sorda eternidad;
Los muertos desdeñosos, forzados al silencio,
No nos escuchan, en el oscuro umbral del misterio,
Llorar sobre un amor que jamás existió.
II. HE AQUÍ LA MIEL QUE DESTILA
He aquí la miel que destila el fondo del corazón de las rosas,
Los colores, los perfumes y los suspiros amados.
Ya no sonríes por la belleza de las cosas;
Tus brazos tan dispuestos a abrirse, al fin se han cerrado.
No sentirás en tus párpados caídos,
El lento deshojar de largos sollozos perfumados;
Tu corazón se diluye en las metamorfosis;
Yo llego, justo a tiempo para perderte para siempre.
Mira mis ojos, mis manos, mis pies que te buscaron,
En este estrecho jardín donde otros contigo gozaron;
Camino vacilante como un extraño triste.
Demasiado tarde llego... y me arrepiento, envidio
Aquellos que, más atentos a que todo es pasajero,
Te mostraron su amor, cuando estabas en vida.
III. NO HICE MÁS QUE DUDAR
No hice más que dudar; cuando debía acudir;
Cuando debí llamar; solo supe callarme.
Demasiado tiempo persistí en mi camino solitario;
Nunca imaginé que fueras a morir.
Nunca preví que fuera a secarse
La fuente donde nos lavamos y apagamos nuestra sed;
No supe entender que existieran en el mundo
Las frutas amargas y dulces que la muerte hace madurar.
El amor es poco más que una palabra, el ser no más que un número;
En el camino bajo el sol había buscado tu sombra;
Y mis penas chocan contra los ángulos de una tumba.
La muerte, menos indecisa, supo cómo acercarse a ti.
Si ahora piensas en nosotros, tu corazón debe compadecernos.
Uno se cree ciego cuando la antorcha se apaga.
IV. EL JARDÍN DE LOS CIPRESES
El jardín de los cipreses tiene a las estrellas como frutos,
Balanceándose lentamente en el fondo de las noches de verano;
La vida única y desnuda a través de cien velos,
Para derramarse en todo y recuperar tu belleza.
Tu amor, mi amor, nuestro corazón y nuestras médulas.
Serán diferentes después de haber sido;
Y, como una araña ensancha sus telas,
El universo monstruoso teje la eternidad.
Una ola sin mañana nos arrastra y nos dispersa.
Pasamos adormecidos a través de una inmensa puerta;
Nos perdemos en el todo para encontrarlo todo;
Pero los labios del corazón quedan siempre insatisfechos;
El amor y la esperanza nos fuerzan a soñar
Que el sol de los muertos hace madurar otras vidas.
V. LA MIEL INALTERABLE
La miel inalterable del fondo de las cosas
Está hecha de nuestros dolores, deseos y remordimientos;
El eterno alambique donde el tiempo se recompone
Las lágrimas de los vivos y la piedad de los muertos.
Efectos idénticos brotan de su causa;
Una misma nota vibra en mil acordes;
El perfume no puede separarse de la fragancia de la rosa;
Yo no separo el alma de tu cuerpo.
El universo nos da y nos quita lo poco que fuimos.
Nunca sabrás que mis lágrimas te amaron;
Yo olvidaré cada día cuánto te amé.
Pero la muerte nos espera para que nos acunemos en ella;
Como una niña acurrucada en tus brazos acogedores,
Escucho el latido del corazón de la vida eterna.
VI. SOLO EL SILENCIO
Tan sólo el silencio deja palabras
Que pueden decirse junto a ti sin herirte;
Dejemos que llueva sobre ti las lágrimas de corolas;
Sólo podemos sonreír ante lo irremediable,
En el momento que cansados abandonamos nuestros hábitos,
En el mismo lecho secreto se deslizan los durmientes;
Por cada dedo tembloroso de la hierba que nos roce,
Tú podrás bendecirme y yo acariciarte.
Es hacia tu dulzura que conduce mi camino.
De este suelo impregnado de alma humana,
El olvido, lento jardinero, extirpa el remordimiento.
El amor imperecedero vaga de vena en vena;
No quisiera perturbar con un vano lamento
El eterno abrazo de la tierra y los muertos.
VII. NUNCA SABRÁS
Nunca sabrás que tu alma viaja
Dulcemente refugiada en el fondo de mi corazón;
Y que nada, ni el tiempo ni la edad ni otros amores,
Impedirá jamás que hayas existido.
Que la belleza del mundo ha tomado tu rostro,
Se alimenta de tu dulzura y se engalana con tu claridad.
Y que este lago pensativo al fondo del paisaje
Me devuelve solamente tu serenidad.
Nunca sabrás que llevo tu alma conmigo
Como una lámpara de oro para alumbrarme el camino;
Que con un poco de tu voz he compuesto una canción.
Suave antorcha, tus rayos, dulce hoguera, tu llama,
Me enseñan los caminos que has seguido,
Aún vives un poco ya que yo te sobrevivo.