Nuestra sociedad se resiste frenéticamente a morir. Para ello ha depositado todo su esperanza en las tecnologías y prótesis biomédicas. La medicina actual a menudo roza su vertiente más cruel con el encarnizamiento terapéutico.
No importa que el paciente se mantenga vivo sin autonomía física ni racional y totalmente dependiente de máquinas. Lo fundamental en la sociedad globalizada actual es retrasar la muerte y que esta no perturbe la paz social basada en el precepto de que la muerte no pertenece a la persona sino al Estado.
Esta visión perturbadora de la muerte no ha sido así en ningún otro momento de la civilización humana conocida. Reflexionar sobre el morir nos da libertad porque ayuda a disminuir la ansiedad y el miedo a la muerte que se fomenta en la sociedad actual.
Si hay un cambio conceptual único en el evolución del ser humano actual es haber entregado la muerte a una institución, el hospital.
Desde los albores de la civilización la muerte fue asumida con naturalidad, aunque no exenta de tristeza cuando aparecía. No solo el moribundo era conocedor del proceso de su muerte, sino todos sus familiares e incluso el entorno social en el que vivía.
La muerte de un miembro de la población acontecía en presencia de todos, y era celebrada en un acto público solemne. El muriente era el protagonista; este era testimonio del valor de una vida a favor de su comunidad, más allá de si podía valorarse como mala o buena.
Durante la Edad Media se escribieron los famosos prontuarios del buen morir; "un buen morir honra toda una vida" puso en boca de Petrarca, Dante Alighieri (1265-1321).
Los niños ya eran testimonios de la muerte como algo normal dentro del proceso vital. La muerte era acogida como algo natural, simple, el final de la vida; para nada era algo amenazador y extraño que se debiera temer.
Cómo lo expresó Enric Boada en su libro Cuando la muerte sea una fiesta (1997): "Desde la pura conciencia de existir y la pura cognición, se nos revela que finalmente el sentido de la vida es el esplendor y la gloria de la misma vida, el deleite del ser.
Pero este esplendor y esta gloria de la vida, para escándalo de muchos, nos llevará a hacernos responsables individual y colectivamente, no sólo del nacimiento, sino también de la muerte. Llegar a asumir la muerte voluntaria anticipada y asistida en paralelo con el nacimiento comparativamente prematuro de nuestra especie".
A principios del Siglo XX, poco a poco, la muerte desaparece de lo social para centrarse en lo individual. Toda la estrategia sociopolítica se centra en que la muerte quede fuera de nuestra existencia, incluso intentamos eliminarla del lenguaje. Cómo si por hablar de la muerte esta apareciera para llevarnos.
La guinda de alejarla de la cotidianidad familiar ha sido ocultarla en los tanatorios. Socialmente se detesta que la muerte, la despedida de la vida, pueda ritualizarse fuera de un templo o un tanatorio. Y convertir el funeral en una fiesta se rechaza de plano.
La vela en casa se considera una molestia y plantear la despedida en un edificio público es habitualmente motivo para provocar un altercado comunitario (excepto que se trate de una celebridad).
Por lo general, no se quieren ver ataúdes merodeando cerca de las casas. El principal argumento siempre es que "no es bueno para la salud mental de los niños ya que se les atemoriza", aunque también se esgrime que el trasiego de féretros "puede causar un problema higiénico o de salud colectiva".
La muerte moderna puede existir, incluso de forma bárbara en los medios de comunicación, pero no ritualizada en el ámbito social más cercano. Esta liturgia de negación, de verdadera expulsión de la muerte del horizonte de lo cotidiano, facilita que se limite entre batas blancas, a la vez que se le imprime la pátina de asepsia fúnebre.
Hoy, la institucionalización médico hospitalaria y el tratamiento post-mortem protocolizado de la muerte, hace lo posible para que esta sea lo menos visible posible.
La muerte se ha hecho anónima y facilita así el arte esteril de alargar la agonía por el bien de la ciencia, a la vez que se evitan las celebraciones de despedida emotivas y humanizantes.
"El olvido de la muerte es la deserción de la vida misma" escribió Miguel de Unamuno (1864-1936) en su obra Del sentimiento trágico de la Vida (1913).
Tradicionalmente, la ciencia médica, ha considerado la vida como el conjunto de las funciones que nos arrastran a ella. Una visión bien alejada de lo que pensaba el anatomista francés del siglo XVIII, Xavier Bichat (1771-1802), de que la vida es "el conjunto de las funciones que se resisten a la muerte".
Es por eso que de forma tan persistente se anteponen las tecnologías y todo tipo de ortopedia biomédica a la calidad de vida. De este modo, aunque el paciente quede en estado vegetativo (una mala definición que no honra a la vida vegetal) o sea "inmovilizado e inconsciente", se puede argumentar que por un tiempo limitado se ha "venciendo a la muerte".
Es cierto que la muerte va acompañada a menudo de dolor, pero este se puede evitar en gran medida. No sólo con los tratamientos farmacológicos, sino también con el apoyo psicológico y otras técnicas de relajación.
El proceso de morir en la mayoría de las culturas lo define la palabra agonía. Esta viene de la palabra griega agón (cuyo significado es lucha, combate) y se refiere a la lucha de la persona por mantener la vida cuando está al borde de la muerte. En realidad, la misma palabra ya nos condiciona a una situación de lucha, que no debería ser así.
Agonía debería ser desterrada del glosario médico por el concepto de tránsito (1) (2). El moribundo consciente no lucha por la vida, sino que se prepara para el cambio de estado que nos brinda la muerte.
Cierto que es un cambio de estado que cada religión y creencia define a su aire. Sin embargo, es un cambio que podríamos comparar con el del paso del estado sólido al estado "gaseoso". El cuerpo físico se queda y alimenta la vida mientras la consciencia se expande en el Universo.
Cuan diferente sería el proceso de morir si en lugar de entenderlo como combate por mantener la vida, fuera de preparación para la nueva realidad cuántica, espiritual o divina (como quiera concebirse) que nos ofrece la muerte.
Así que cambiar nuestra visión de resistencia al morir exige darle un vuelco conceptual y entenderla como aceptación o celebración del regalo de vivir por tiempo limitado. Entonces el morir deja de ser sufrimiento. En todo caso, el dolor físico sirve para replegarnos hacia dentro de nuestro ser para preparar el tránsito.